UNA REFLEXIÓN AL RESPECTO


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Escribe: SAMUEL JOHNSON | Nacional - 17 Sep 2017

SAMUEL JOHNSON
SAMUEL JOHNSON

Samuel Johnson, por lo general conocido simplemente como el Dr. Johnson, nació en Inglaterra un 18 de septiembre de 1709. Poeta, ensayista, biógrafo, lexicógrafo, es considerado por muchos como el mejor crítico literario de todos los tiempos. Desde esta tribuna, por eso, queremos rendirle homenaje con este pequeño texto suyo*.
Que la mente del hombre no se satisface nunca con los objetos que tiene más a mano, y en cambio siempre busca liberarse del momento presente y ensimismarse en planes de felicidad futura, y que solemos olvidar el correcto uso del tiempo a nuestra efectiva disposición para ir en pos del disfrute de lo que tal vez jamás nos sea concedido, es una observación que cualquiera puede hacer. Esta costumbre, objeto habitual de burlas para los vivarachos y diatribas para los circunspectos, ha sido puesta en ridículo con la agudeza propia del ingenio y exagerada con la característica ampulosidad de la retórica. No hay ejemplo de su flagrante sinsentido que no haya sido diligentemente recogido ni epíteto despectivo que no la haya desfigurado, y sobre ella han llovido todos los tropos y figuras posibles.
Es fácil ceder a la censura, porque ésta siempre lleva aparejada alguna forma de superioridad, y los hombres se complacen en pensar que han ido más lejos y más hondo que otros en sus reflexiones y consideraciones, y que han sabido detectar errores y desatinos que escapan a la observación vulgar. El placer de jactarse de opiniones comunes es tan tentador para el escritor, que difícilmente es capaz de resistírsele: siempre puede apoyarse en ideas que todos dan por buenas para brillar sin esfuerzo y triunfar sin dar batalla. Sin decir nada de lo fácil que es hacer mofa de la insensata costumbre de vivir sumido en las ideas, trocar la satisfacción inmediata por placeres lejanos y, en vez de disfrutar de las bendiciones de la vida, preferir no aferrarse a ella y preparar venideros gozos. Son tantas las oportunidades de gloriarse en el propio triunfo demostrando lo incierto de la humana condición y despertando de su sueño a los mortales para informarles del paso raudo y silencioso del tiempo, que no es sorprendente que tantos autores se empeñen en transmitir más que en examinar tan aventajados principios, y que sean más proclives a deslizarse por tan fácil y florida senda que a pararse a pensar si conduce a la verdad. Dicha propensión a proyectarse hacia el porvenir parece condición inevitable de seres condenados a progresar gradualmente y a vivir siempre avanzando. Como su capacidad es limitada, han de fiarse de expedientes para alcanzar sus metas, y suelen concebir de entrada lo que sólo en última instancia pueden ejecutar; como no dejan de avanzar desde que dan sus primeros pasos, el horizonte de sus proyectos cambia incesantemente, y así han de encontrar nuevas razones para sus actos, nuevos motivos para temer y gracias que anhelar.
Por eso la finalidad que hoy acapara todo nuestro esfuerzo, en cuanto la hemos alcanzado se nos aparece como un medio más para alcanzar otra aún más lejana. El natural vuelo de la mente humana no la conduce de un placer a otro, sino de esperanza a esperanza[2].
Quien dirige sus pasos hacia un determinado lugar, con frecuencia ha de levantar la mirada hacia el punto que se ha propuesto alcanzar; quien está sometido a penosas labores procura superar el desánimo imaginando su futura recompensa. En la agricultura, que es una de las ocupaciones más simples y necesarias, nadie se dedica a abrir surcos en la tierra como no sea pensando en la cosecha, la misma cosecha que las plagas pueden malograr, las inundaciones arrasar, o que la muerte y las calamidades pueden impedirle al labrador recoger.
Pero así como las pocas máximas reconocidas por todos y recordadas a pesar del paso del tiempo presentan alguna correspondencia con la verdad y la naturaleza, habremos de convenir que la prevención contra la costumbre de fijar la vista con demasiada insistencia en lejanas recompensas no deja de tener sentido y utilidad, por más que se incurra en ella sin ton ni son o se aplique a diestro y siniestro. Y es que, aun sin considerar ese ardor vehemente que no repara en nada hasta haberse satisfecho o esa inquieta ansiedad en la que es acertado ver una muestra de desconfianza en el cielo —asuntos éstos excesivamente graves para lo que aquí se pretende exponer—, a menudo sucede que, por querer probar cuanto antes las mieles del triunfo, desatendamos las necesarias disposiciones para alcanzarlo y echemos a volar la imaginación en el disfrute de un bien probable, dejando que el tiempo necesario para lograrlo se nos deshaga entre las manos.
Con todo, es cierto que en pocas empresas pondríamos todo nuestro esfuerzo o arrojo para superar las dificultades que entrañan, si no fuéramos capaces de exagerar las recompensas que nos creemos autorizados a esperar de ellas. Cuando el caballero de La Mancha, con perfecta gravedad, le describe a su compañero las aventuras que le permitirán destacar y señalarse, y merced a las cuales será llamado a rescatar imperios, aceptar la mano de la heredera de la corona que ha defendido, gozar a manos llenas de honores y riquezas, y hasta generosamente ofrecerle una isla a su fiel escudero, son muy pocos los lectores que, movidos a risa o compasión, se atreverían a decir que nunca han concebido ensoñaciones parecidas, por más que tal vez nunca hayan deseado vivir aventuras tan extrañas o disponer de medios tan inadecuados[3]. Cuando nos compadecemos de este caballero, estamos recordando nuestras propias desilusiones, y cuando nos reímos de él, el corazón nos dice que no es más digno de burla que nosotros, salvo porque él dice en voz alta lo que nosotros sólo hemos pensado.
El entendimiento del hombre, por naturaleza optimista, de hecho puede nublarse fácilmente al entregarse sin freno a la esperanza, por más que ésta sea necesaria para la creación de lo grandioso y excelente, del mismo modo en que hay plantas que se malogran por exceso de exposición al mismo sol que es el responsable de la vida y belleza del mundo vegetal. En la especie humana tal vez no haya una clase más necesitada de ser prevenida contra las expectativas de la felicidad que la formada por quienes aspiran a la condición de autores. Los hombres dotados de una robusta imaginación no pueden concebir el más tenue indicio de idea sin inmediatamente saltar a exponerla en la prensa y ante el mundo, y bastará con el impulso del halago para que entonces se atrevan a adentrarse en el porvenir y predecir los honores que habrán de recibir, cuando se hayan extinguido las envidias y olvidado las polémicas, y cuando quienes hoy se dejan cegar por los prejuicios hayan cedido su lugar a otros, tan frívolos y efímeros como estos de ahora.
Quienes así se hayan arriesgado a apelar al tribunal de los tiempos futuros difícilmente podrán curarse de su insensatez. Pero todos los esfuerzos son pocos para prevenir enfermedades que, si se dejan prosperar libremente, rara vez pueden curarse con los remedios que crecen en el jardín de la filosofía, por más que esta dama se jacte de sus pócimas para la mente, sus purgas para los vicios y sus lenitivos para las pasiones.
Por todo ello, y ahora que aún estoy a tiempo y apenas me afectan levemente los síntomas del mal de los escritores, habré de procurarme algún medicamento útil para no sucumbir a esa dichosa infección. Con la esperanza, por tenue que sea, de que mi medicina tendrá la virtud de propagarse a otros, también expuestos, por su oficio, a los mismos peligros:
Laudis amore tumes? Sunt certa piacula, quae te
Ter pure lecto poterunt recreare libello[4].
Sabiamente advierte Epicteto[5] que el hombre ha de acostumbrarse a pensar frecuentemente en lo más espeluznante y pavoroso, porque estas ideas le librarán de aspirar con excesivo ardor a bienes aparentes y sucumbir abatido ante males reales. Nada hay más temible para el escritor que el desprecio, comparado con el cual las críticas, los odios y la animadversión se le antojan variedades de la dicha. Y no obstante, esta suerte, la más funesta de todas, no hay hombre dedicado a escribir que no tenga motivos de temerla.
Deja que la muerte, el exilio, y todas las demás cosas que parecen terribles te resulten cotidianas. Pero, sobre todo, no temas a la muerte, y así nunca tendrás un pensamiento innoble ni desearás nada excesivamente.
I nunc, et versus tecum meditare canoros[6].
Tal vez no sea del todo inútil, para quien se adentra por vez primera en el mundo de las letras, saber que es preferible fiarse más bien poco de las propias habilidades y ser capaz de imaginar que posiblemente no le valgan más que desprecio; que es posible que la naturaleza no lo haya escogido para aumentar o embellecer significativamente el conocimiento, ni lo haya señalado, por su indiscutible superioridad, para legislar la conducta del resto de la humanidad; que si bien es cierto que el mundo se encuentra aún sumido en la ignorancia, nadie lo ha destinado a despejar los nubarrones o brillar con luz propia como una de las luminarias de esta vida. Si duda de estas verdades, no hay catálogo de biblioteca que no se las confirme al punto y meridianamente: allí podrá consultar multitudes de nombres de autores que, hoy ya olvidados, un día fueron no menos laboriosos y confiados, y que, al igual que hoy le sucede a él, se sintieron satisfechos de sus obras, queridos por sus protectores y ensalzados por sus amigos.
Por lo demás, también sucede con autores excelentes que sus méritos pasen desapercibidos, inadvertidos entre la gran variedad de cosas y confundidos con la gran miscelánea de la vida. Quien aspira a la fama a través de la escritura, pretende la admiración de una muchedumbre que oscila entre diversos placeres o que vive inmersa en sus negocios, y que no tiene tiempo para las diversiones intelectuales; los jueces a los que apela están absortos en sus pasiones o corrompidos por prejuicios que les impiden aplaudir nuevas proezas. Algunos son demasiado indolentes para leer nada que no goce previamente de fama, y otros demasiado envidiosos para promoverla, porque les duele engrandecerla. Lo novedoso es combatido porque la mayoría no quiere ser enseñada, y lo ya conocido es rechazado porque a menudo se olvida que los hombres prefieren que les recuerden las cosas y no que les informen sobre ellas. Los entendidos prefieren no divulgar sus opiniones de entrada, por miedo a poner su reputación en entredicho; los ignorantes suponen que dan muestras de exquisitez cuando se niegan a ser complacidos. Y quien entre tantos escollos consigue fraguarse una reputación, si es sincero reconocerá que ésta se debe a otras causas, distintas de su destreza, sus conocimientos o su ingenio.
NOTAS:
[1] Tebaida, VI, pp. 400-401. «Tan penoso es verse detenido, millas perdidas antes de haber empezado, y el eco de sus cascos retumba de nuevo en la llanura». <<
[2] Una idea que resuena en Rasselas: en el capítulo 3, el mismo Rasselas lamenta haber «gozado ya en demasía: dadme algo que pueda desear», y en el capítulo 47, Nekayah observa que «sólo se es feliz en la expectativa de algún cambio. Pero cambiar no basta: basta con cambiar, para desear volver a hacerlo. El mundo nunca se agota: dadme mañana algo nuevo que nunca antes haya visto». (Rasselas and Other Tales, ed. Gwin J. Kolb. Yale University Press, New Haven y Londres, 1990, pp. 16 y 164). Johnson recelaba de Hobbes. A Thomas Tyers le confesó: «Cuando publiqué mi Diccionario pude haber citado a Hobbes como autoridad de la lengua, al igual que tantos otros escritores de su época. Pero si no lo hice, ello se debe a que me desagradan sus principios». (The Early Biographies of Samuel Johnson, ed. O. M. Brack Jr. y Robert E. Kelley. University of Iowa Press, Iowa, 1974, p. 82). No obstante, su idea de que el hombre es un ser motivado antes por la esperanza que por la satisfacción de sus deseos se compagina con un célebre pasaje de Leviatán: «La felicidad en esta vida no consiste en la serenidad de una mente satisfecha; porque no existe el finis ultimus (propósitos finales) ni el summum bonum (bien supremo), de que hablan los libros de los viejos filósofos moralistas. Para un hombre, cuando su deseo ha alcanzado el fin, resulta la vida tan imposible como para otro cuyas sensaciones y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra cosa sino un camino para realizar otro ulterior», (capítulo 11), trad. Carlos Mellizo. <<
[3] Miguel de Cervantes, Don Quijote, I, capítulos 7, 15 y 21. <<
[4] Horacio, Epístolas, I, 1, 36-37. 36-37.
«Si la ambición te abrasa
los preceptos repasa de la filosofía de contino».
(Trad. Javier de Burgos) (N. del T.).
[5] «No apartes la vista, día tras día, de la muerte, el exilio y todo aquello que parece terrible. Pero especialmente no dejes de contemplar la muerte, y así nunca tendrás pensamientos innobles o ansiarás desmedidamente cosa alguna». Enquiridión, capítulo 21. <<
[6] Horacio, Epístolas, II, 2. 76. «Vaya quien quiera a meditar canciones».

(*) Este artículo apareció en “The Rambler”, el sábado 24 de marzo de 1750.


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