Una bomba que puede estallar


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Escribe: Fran Araújo | Opinión - 29 Mar 2015


Alfred Hitchock, el genio del suspense cinematográfico, decía que una conversación sobre cosas cotidianas resultaba muy aburrida en una película. Sin embargo, si debajo de uno de los asientos de los interlocutores se coloca una bomba a punto de estallar, de repente toda la escena adquiere interés y dramatismo. Ya no importa lo que los personajes tengan que decir, si no si van a salir vivos de esa situación. El problema es que parece que esta máxima dramática ha calado hondo en numerosos gobernantes y organismos internacionales que permiten que el comercio de armas ligeras prolifere sin control.

Las personas que llevan una bomba a punto de estallar en su bolsillo son más cada día. Y esto, lejos de resultar divertido, se ha convertido en un drama de dimensiones desproporcionadas. Compararlas con una bomba no es arbitrario ya que el número de víctimas por armas ligeras supera con creces el balance de muertos de las bombas atómicas que devastaron Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, todavía no existe ningún régimen que controle su proliferación.
Actualmente, cerca de dos millones de armas de fuego circulan legal e ilegalmente sólo en Centroamérica. Las armas ligeras son las causantes de al menos medio millón de muertes, una por minuto. La mitad de esas muertes ocurre en lugares en guerra, pero la otra mitad acontece en sitios “en paz”, como Río de Janeiro o Mazatlán.

La presencia de armas genera un clima de miedo que, a su vez, provoca el aumento de la demanda de armas. Se crea así un círculo vicioso del que es difícil salir: grupos e individuos inseguros deciden armarse con el fin de protegerse y sus actos son interpretados como una amenaza por otros que, a su vez, también se arman. Esta ley se aplica con igual exactitud tanto a los conflictos entre países como a los que existen entre vecinos. Sin embargo, sigue persistiendo la creencia de que las armas aumentan la seguridad, cuando en realidad son bombas en estado embrionario que sólo están esperando el contexto propicio para detonarse.
Ninguna región en el mundo sufre los niveles de violencia por delincuencia y criminalidad común como en Latinoamérica. Se puede argumentar que las armas no son malas en sí, sino que lo malo es el uso que hacemos de ellas. La realidad está ahí, si a un contexto de pobreza le sumas el fácil acceso a la posesión de armas, la inseguridad y la delincuencia aumentan y, con ellas, disminuye el nivel de desarrollo de un país. Ese dinero invertido en educación y sanidad solucionaría muchas de las causas de esa violencia.

Se utilicen o no, las armas en manos equivocadas merman los derechos humanos y el desarrollo, reducen el espacio de negociación de la justicia y la paz. Generan la falsa sensación de hablar con la verdad en la mano, con la razón del más fuerte. De este modo, limitan la posibilidad de dialogar y con ella eliminan la única vía para solucionar las diferencias.
No son el origen de la violencia, pero multiplican sus consecuencias. La disponibilidad masiva de armas, junto a la falta de políticas públicas, son causas determinantes para la proliferación de pandillas. Y, por otra parte, facilitan el auge de empresas privadas de seguridad que se toman la ley por su mano.

En un mundo donde la lucha contra el terrorismo se ha convertido en la máxima de actuación, todavía no existe ninguna ley internacional que regule el mercado de armas ligeras, a pesar de que maten y mutilen a diario en todos los lugares del planeta. A menos que los gobiernos actúen para detener su proliferación, las bombas seguirán estallándonos en la mano todos los días. Se perderán más vidas, se cometerán más violaciones de derechos humanos y se negará a más personas la oportunidad de una vida digna.


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