Orígenes de la Candelaria


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Escribe: José Luis Velásquez Garambel | Opinión - 07 Feb 2016

La “Virgen de la Candelaria” o “Nuestra Señora de la Candelaria”, es una de las advocaciones marianas más antiguas de la Virgen María. Su fiesta se celebra en toda la iglesia católica el 2 de febrero.

La festividad de la Virgen de la Candelaria de Puno, desde una posición eurocentrista, deviene de la fiesta de la Candelaria o fiesta de la Luz, y tuvo su origen en el Occidente antiguo, con el nombre de “Encuentro”, llegando a celebrarse en Roma (Italia) con un carácter penitencial. La fiesta es conocida y celebrada con diversos nombres: la Presentación del Señor, la Purificación de María, la fiesta de la Luz y la fiesta de las Candelas; todos estos nombres expresan el significado de “Cristo, la Luz del mundo, presentada por su Madre en el templo, viene a iluminar a todos como la vela o las candelas”, de donde se deriva la advocación de la Virgen de la “Candelaria”.

Como puede observarse, todo obedece a un programa establecido por la Iglesia Católica, para sobreponerse hegemónicamente sobre los imaginarios populares de las diversas culturas, empleando a la religión como instrumento para crear escenarios de deicidio generalizado o procesos de extirpación de idolatrías, como ocurrió en todos los contextos en los que la cultura occidental tuvo hegemonía, del mismo modo como hicieron los españoles en este contexto. En el Perú, esta festividad está estrechamente vinculada con la extirpación de las idolatrías y específicamente con la extirpación de las sirenas indias del lago Titicaca, las que han motivado numerosas referencias y estudios contemporáneos por parte de Gamaliel Churata, Teresa Gisbert, Luis Millones, Andrés Orías, Ramón Gutiérrez y Luis Enrique Tord. Sin embargo, la fascinación por el tema data de hace varios siglos, iniciando un recorrido a través de su incrustación en varios “templos/huaca”, como la iglesia de San Francisco de Paula en Ayacucho, el de Magdalena en Huamanga, su metamorfosis en varios de los templos en el altiplano puneño.

De hecho, las imágenes halladas y extirpadas (de una mujer pez, Quesintuu) en “Kopakawana” (como aparece en los documentos de los Agustinos) llegó a tener fama en España y tuvo eco en un autosacramental escrito por Pedro Calderón de la Barca; esta huaca fue destruida y en su lugar se construyó un templo dedicado a una virgen, a la que llamaron “Virgen de Copacabana”, a la que los Agustinos iniciaron y obligaron a los naturales a rendir culto, adjudicándole además la autoría a uno de ellos, a Tito Yupanqui, con la intención de otorgar a la nueva imagen cierta legitimidad; lo mismo ocurrió con la huaca Umantuu en Huaquina, Juli, en la que se instalaron los Dominicos y más tarde los Jesuitas, lugar de donde provienen gran parte de los autosacramentales para evangelizar a los indígenas y que, según Bertonio, “se representaban a los males y su relación con los demonios para alejar a los indios de los pecados”. De tal modo que la iconografía de los amarus, los pumas con dientes salidos y ojos desorbitados, y las mujeres peces halladas en las portadas de los templos, son representaciones de estas deidades indígenas, las que más tarde fueron confundidas con las iconografías traídas por los europeos en sus equipajes de imaginarios ultramarinos.

Lo que era entonces El Collao o Provincia de Chucuito fue evangelizada y catequizada por los padres dominicos desde 1539 a 1574, estableciendo una “doctrina” en Copacabana y en los pueblos vecinos de Pomata, Chucuito, Ácora, Ilave, Juli, Zepita y Yunguyo. Los dominicos llevaban consigo una profunda devoción a la Virgen del Rosario y desde 1530 eran, además, los custodios de uno de los santuarios más importantes de España: el Santuario de Nuestra Señora de la Candelaria de las Islas Canarias. Por ello su afán de implantar en la fe de los indígenas la imagen sagrada de la Virgen de la Candelaria.

Alrededor de 1580, los habitantes del pueblo de Juli, como los de Copacabana, vivían divididos en dos grupos: los Anansayas y los Urinsayas, apegados a su religión primigenia, el culto a sus deidades tutelares. Las malas cosechas y un tiempo de sequía atroz llevó a los sacerdotes de la zona a aprovechar las circunstancias, llegando a convencer a los Anansayas a erigir la advocación de la Virgen de la Candelaria para ganarse los favores del cielo. Fue un indígena aymara, de nombre Francisco Tito Yupanki, nacido hacia 1550 en la zona llamada Khota Kawana —que en aymara significa “mirador del lago”— quien concibió el proyecto de labrar una imagen de la Virgen. Su proceso fue largo y dificultoso. Escultor aficionado, trabajó la imagen en arcilla; pero fue considerada desgarbada, tosca y sin proporciones, por lo que fue desechada. Tito Yupanki no se desalentó; por el contrario, fue empujado y azuzado por los sacerdotes misioneros por lo que marchó a Potosí, donde adquirió cierto dominio de la escultura y tallado en madera en el taller de un maestro español, resolviéndose a trabajar definitivamente la imagen de la Candelaria. Encontró su modelo en la Virgen del Rosario llevada a Juli (por los dominicos, como lo señala Annello Oliva) y luego trasladada al Convento de Santo Domingo en Potosí. Se fijó en ella con suma atención para grabarla en su mente y antes de comenzar su trabajo, hizo celebrar una Misa en honor de la Santísima Trinidad, para obtener la bendición divina.

El 02 de febrero de 1583, la imagen de María llegó a la población de Copacabana, que la acogió con júbilo. La tradición impuesta por la curia cuenta que Tito Yupanki “tuvo una visión nocturna de una mujer con un bebé en brazos”. Luego reprodujo el rostro de la mujer con las características nativas en la imagen de color oscuro de la Virgen. Por eso se la conoce también como la Virgen morena. La imagen, tallada en madera de maguey, totalmente laminada de oro fino, reproduciendo en su ropaje las vestiduras de una princesa inca, mide un poco más de 4 pies: en ella la Virgen sostiene al niño de una manera muy peculiar, como si estuviera a punto de caerse. Siendo esta la imagen que aprovecharon los Dominicos y Jesuitas para imponerla a las poblaciones aledañas y sustituir con ellas a los rituales ofrecidos a Quesintuu y Umantuu, posteriormente se dio la rebelión tupakamarista, que la explica lúcidamente Omar Aramayo en palabras que me preceden, y sobre cuyo tema ha escrito además una novela histórica basada en fuentes de primera mano.


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