Nueva Constitución ¿Estamos dispuestos a dar el paso?


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Escribe: Jesús Alegría Argomedo | Opinión - 03 Jan 2018


En estos días, cuando aún vemos cómo el gobierno se deslegitima cada día más, vuelven a asaltarme algunas interrogantes respecto a la representación política y el poder constituido y constituyente, positivado en la actual Constitución. ¿Cuál es la naturaleza de la representación política, del ejercicio del poder? ¿En dónde reside el poder de la sociedad? ¿Quién decide cómo son representados los pueblos originarios? Y si planteamos el cambio de la Constitución ¿A dónde, cuáles serán sus nuevas coordenadas? ¿Por qué en un Estado republicano y democrático (en ese orden), no se ha cuestionado nunca la supervivencia de instituciones de carácter monárquico como “las prerrogativas” presidenciales del indulto, la gracia o la convocatoria a elecciones? Porque en un Estado pluricultural y multilingüe no es parte del discurso el cuestionamiento a la naturaleza de la representación política en un Estado nación que aún padece su propia colonialidad.

Ahora, en las calles, el pedido de una nueva Constitución es constante, que se agita sin ninguna dirección previsible. El carácter ilegítimo de la actual Constitución, ganado durante la dictadura, es parte del cuestionamiento y los imaginarios que se han construido en los discursos políticos que se remiten principalmente al capítulo económico.

¿A qué clase de liderazgos, incluidos los que claman por una nueva Constitución, les conviene este modelo de representación política? Pues nunca ponen como prioridad nuevas coordenadas, o las ponen muy antiguas, que se apropian del devenir trascendente de las culturas originarias. Pues todo lo que se dice hasta ahora solo plantea y reproduce modificaciones desde el jerarquizado modelo romano colonial o estalinista, positivado y naturalizado como únicos, incuestionables y hegemónicos.

La izquierda, como reproductora de los discursos del multilateralismo “oenegesero” de raigambre colonial, se ha posicionado a partir de las demandas ambientales, de los derechos de las mujeres y minorías sexuales, cuestionando los mecanismos del desarrollismo, pero siempre desde la misma óptica positivista romana colonial que nos rige. Nunca se ha discutido la posibilidad de nuevas coordenadas, ni ha tomado la visión y acción, aun presente, de las comunidades y los pueblos originarios.

Por eso la naturaleza de la representación política se sigue pensando como hegemónica, única e incuestionable, a diferencia de lo que ocurre en los pueblos originarios, en donde la representación resulta en un dispositivo que constituye el sujeto como parte de su ser colectivo. El individuo constituido en tanto parte del paisaje de su comunidad y en tanto se pone al servicio de esta mediante el ejercicio de la representación, nos remite a preguntarnos, en primer lugar, si estamos dispuestos a construir una nueva Constitución que se entronque en el modelo cultural de nuestras culturas originarias.

El segundo punto sería constituir la sociedad a partir de la persona, su materialidad, sus subjetividades, sus imaginarios y sus relaciones colectivas y de poder, dejando de lado el jerarquizado contrato de bienes, “la familia” del modelo romano colonial, tal como establece la actual Constitución, deviniendo en horizontal y contenido en una perspectiva trascendente: “el bien común”, que lo vincularía con la tradición colectiva y comunitaria de nuestros pueblos originarios.

La fraternidad, el tercer principio olvidado de la revolución francesa, constituye a los sujetos en su libertad e igualdad, pero en un marco de fraternidad. Al ser la persona y no “la familia” quien constituye la base de la sociedad. El paisaje político no se reduciría a tenencia de bienes sino a un paisaje pluricultural, plurilingüístico, plurisexual, plurigenérico que exigirá estar representado como una diversidad de núcleos que constituyen a la sociedad transversalmente. Por tanto, en legítimas condiciones podrían acceder a la representación; pero, ¿estamos dispuestos a dar ese paso?

Así, queda planteado el reto de los mecanismos de representación política legítima de los pueblos originarios y todas las diversas ciudadanías. Lo contrario sería volver a caer en la imposición del modelo romano colonial jerarquizado de la partidocracia. El reto será entonces remitirnos automáticamente al modelo comunal asambleísta. Para hacer efectiva la participación política de todos y todas. Este modelo asambleísta tiene larga experiencia y es la forma efectiva en que participan activamente los pueblos originarios interculturalmente. Entonces, la naturaleza de la representación política no radica, desde esta visión, en la representación jerarquizada y privilegiada que siempre establece exclusiones y marginalidades, sino en el servicio a colectivo. La pregunta que nos asalta nuevamente es: ¿estamos dispuestos a dar ese paso?

Es una perspectiva posible, que podría establecerse en el nuevo marco constitucional y normativo gracias a la renovación por tercios u otras posibilidades que podrían brindar las nuevas tecnologías y la democracia de alta intensidad, activa, continua y vigilante, donde la representación política no se constituya en algo rígido e irrevocable, sino a la manera de voceros de la asamblea comunal; su permanencia en el cargo sería posible en tanto no sea revocado de su cargo gracias a la democracia de intenso control social. Existen algunas experiencias en ese sentido, como la del partido del internet en España, que tiene un software para el ejercicio de la democracia liquida, que lo distribuye gratuitamente; eso haría más rápida, real y efectiva, no solo la representación política sino también su legitimidad. Otra posibilidad es recoger la experiencia asambleísta de los zapatistas que les permite sobrevivir pese a lo invisibilidades e ilegitimados por el Estado mexicano.

La legitimidad actual no es cuestionada en ninguna plataforma política, ni siquiera de la izquierda, pese a que el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) se rige por una ley que le otorga la función de garante de la legalidad, pero no de la legitimidad. Esto ha llevado a que más del 56% de la población electoral no esté representada en el congreso, quedando en manos de un partido al que le han asignado el 60% de las representaciones con tan solo 36% de la votación. Gracias a esta ley se establece que solo los partidos que tengan más del 5% de votación estarán representados en el Congreso, norma legal que tiene forma democrática, pero está vaciada de contenido democrático, poniendo en cuestión la legitimidad de la representación, así como las relaciones de poder sobre quién manda y quién obedece. Podría ocurrir que en las siguientes elecciones solo un partido logre el 5% y todos los demás menos de esa cifra; automáticamente el 100% de la representación congresal recaería en dicho partido de manera ilegítima, aunque legal.

En la actualidad, las calles, los partidos de izquierdas, Julio Guzmán y hasta el Movadef, gritan nueva Constitución. Pero lo que nadie dice es en manos de quién o bajo qué clase de instituciones piensan poner el poder.


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