¿Que se vayan todos?


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Escribe: ALFREDO QUINTANILLA | Política - 12 Feb 2017

Un sector indignado y encolerizado empieza a sacar la conclusión de “¡que se vayan todos!” como lo hicieron los argentinos en diciembre del 2001 y hasta reclamaría hacer reventar el aparato estatal para empezar desde cero, como imposición moralista de los nuevos Torquemada, del incorruptible Robespierre, del padrecito Stalin.

Si los vladivideos nos enseñaron cómo actúa la corrupción en el Estado Peruano desde los escritorios de los altos funcionarios, el caso Odebrecht va a completar el cuadro para mostrarnos cómo opera desde el lado de las empresas privadas. Una estrategia que incluye reuniones secretas de alto nivel con lobbystas exministros y ministros exlobbystas, adecuación de las normas y reglamentos por distinguidos estudios de abogados, concursos amañados por burócratas borregos y luego el pago de las coimas a través de cuentas cifradas, empresas off shore, donaciones a las campañas electorales, reparto en cuentas de testaferros, complementada con jugosas consultorías para periodistas para mantener la buena imagen.

Como es de suponer (aunque no sea tan obvio), esto ha provocado un gran desorden en las filas de la burguesía, sus representantes políticos y sus publicistas. Todos quisieran que, controlando los daños -vía el control de los medios- se redujera al mínimo el número de culpables y se los aislara, pero la globalización les ha jugado una mala pasada. Las malas noticias no podrán ser acalladas, ya que fiscales y jueces de fuera terminarán por aplastar a los magistrados amigos locales de cierto personaje que sufre ataques de insensata locuacidad. Conforme pasan los días, se va haciendo unánime el reclamo de los electores para saber si el ciudadano que ocupa la Presidencia de la República ha estado involucrado en esos delitos. El tema de la vacancia presidencial ya no se maneja a sotto voce y sus principales opositores (y eventuales ejecutores) vacilan entre el freno y el acelerador, calculando lo que podría suceder.

Ante la confirmación de las sospechas que teníamos sobre el demagogo que hizo fracasar la transición democrática, una tentación que llevaría a paralizarnos como sociedad es pensar que la corrupción es casi natural a los peruanos porque la practican todos los políticos desde toda nuestra historia y que, por tanto, nada se puede contra ella. El fujimorismo gusta de esta falacia, porque si todos son corruptos, sus condenados se salvan. A esa reacción espontánea de parte de la multitud, los peruanos ilustrados, los que hemos tenido el privilegio de la educación, debemos aplicar el freno de la razón y de la reflexión. Difícil pero necesario, siendo conscientes de que no se puede despreciar la justísima ola de indignación y cólera popular que se levanta.

Ese sector indignado y encolerizado empieza a sacar la conclusión de “¡que se vayan todos!” como lo hicieron los argentinos en diciembre del 2001 y hasta reclamaría hacer reventar el aparato estatal para empezar desde cero, como imposición moralista de los nuevos Torquemada, del incorruptible Robespierre, del padrecito Stalin. Solución que le agradaría escuchar a Abimael con una gran sonrisa de satisfacción. En estos delicados temas, nada mejor que andar con pies de plomo, pues hay pescadores non sanctos que están esperando el río revuelto, el huayco, para erguirse como los salvadores de nuestras desgracias. Ya sabemos que en Argentina no se fueron todos, porque allá como en todas partes, del cuero salen las correas, como que de nuestros jugadores de fútbol saldrá la clasificación al Mundial y no de los Messi o Tévez que no tenemos.

La ventana de oportunidad que se abre y que puede cerrarse en poco tiempo, está permitiendo que se empiece a discutir abiertamente sobre las verdades del modelo económico -intrínsecamente corrupto- que empresarios y políticos endiosaron en los últimos 25 años, de manera de que se pueda lograr una mayoría sólida en la ciudadanía –y no la de la segunda vuelta del 2016- para impedir el retorno de un régimen promotor de la corrupción. Una oportunidad que, lamentablemente, los políticos de izquierda no pueden aprovechar porque, para variar, están ocupados en dividirse, aunque los intelectuales de ese mismo signo vienen dando la batalla y haciendo propuestas de reformas anticorrupción.

Por ejemplo, aparte de andar buscando responsables políticos de este desastre, urge que el Congreso de la República revise la legislación que permite las Asociaciones Públicos Privadas para que las empresas no se lleven la parte del león. O que derogue el Decreto Legislativo 662, Ley de Promoción de las Inversiones Extranjeras del año 91 de autoría de Carlos Boloña (el que creó las AFP y luego se benefició al salir del ministerio con un paquete accionario en una de ellas), que ha terminado por convertir al Perú en un paraíso para blanquear dinero mal habido. Según denuncia el periodista de investigación brasileño Lumi Zúnica, entre el 2005 y abril del 2015 las distintas empresas del grupo Odebrecht invirtieron en el Perú 1,376 millones de dólares y gracias a algunos de los 968 convenios de estabilidad jurídica y tributaria creados por el decreto de marras, han podido movilizar desde y hacia otros países un total de 15,561 millones, a través de 48 cuentas corrientes abiertas en el Banco de Crédito del Perú. Una verdadera lavandería, encima favorecida, con el mejor tipo de cambio de moneda.[1]

Como muchas veces he escrito en esta columna, hay que cambiar, por ejemplo, la legislación que les da todo el poder a los alcaldes para que hagan y deshagan con su presupuesto y los contratos, incluida la aprobación de las bases, para que sus amigos puedan ganar concursos y licitaciones. Esa Ley de Municipalidades es la que permite que se haya hecho sentido común la frase “roba pero hace obra”. Son tantos, que la Contraloría no tiene capacidad de vigilarlos a todos. Más presupuesto para ella y para el Sistema de Defensa Jurídica del Estado lleve adelante los juicios contra los 12 mil funcionarios públicos acusados de haber cometido diversos delitos, podría ser un gesto concreto del MEF y del Congreso que respalden sus declaraciones y juramentos anticorrupción.

Y en el campo específicamente electoral, Javier Iguíñiz ha propuesto que las empresas privadas estén prohibidas de financiar a los partidos. Pero, ¿no habría que ser más radicales y hacer elecciones verdaderamente competitivas y no como las de ahora en las que los partidos corruptos manejan una bolsa mayor y por tanto tienen más publicidad, más entrevistas y más inducción a los desinformados? ¿Por qué no, publicidad pagada por el Estado por igual a todos los partidos, como funciona en México, de manera que convenzan con argumentos y no con mayor publicidad y mayor exposición en los grandes medios? Ahora sabemos por qué García y la cabeza de la oposición, Ollanta Humala, impidieron en agosto del 2006 que el Estado financiara los gastos de los partidos, si la plata llegaba sola y ambos tenían una bolsa llena de aportes privados oscuros. Los legisladores tendrían que aprobar de inmediato que la ONPE pueda sancionar a los partidos que violen el reglamento de rendición de cuentas de sus ingresos y egresos.

Todavía no es el momento de pasar la página ni en el tema Odebrecht, ni en el tema Kunturwasi, ni en de los lobbys de grandes estudios de abogados y gerentes que han rotado permanentemente por altos puestos públicos para sangrar el presupuesto público, mientras sus periodistas se encargaban de hacer sentido común que los burócratas son malos administradores. Todos los peces gordos y la orca deben ir a la cárcel, sí, pero hay que retomar las medidas anticorrupción del gobierno del bien recordado Valentín Paniagua.


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