“David” es el seudónimo de un alcohólico anónimo. Sus viejos compañeros de borrachera están bajo tierra, pero él, a sus 62 años, pudo disfrutar unos días de una visita a su hija y a sus nietas.
La diferencia entre un destino y otro se manifestó cuando él tenía 32 años. No recuerda la fecha exacta, pero en esos días, cuando el licor era su inseparable compañero, su esposa lo invitó a un cumpleaños.
Cuenta que fue una invitación algo rara. “Era extraño porque mi esposa siempre estaba en contra de que tomara, pero me estaba llevando a una reunión para tomar”. En el camino, se encontró con otro amigo que también iba para esa fiesta.
En esos días, David era uno de esos borrachitos que merodeaban la iglesia La Merced de la ciudad de Puno. Eran los años 90 y todo era distinto. Los alcohólicos se reunían en el Mercado Central o en el jirón Cahuide.
Hablamos de aquellos que viven para beber, que ahogan la resaca con la borrachera, que duermen en las calles y consumen el licor mientras el licor los consume a ellos. Ese fue el punto más bajo para David.
Recuerda que su grupo de amigos se hacía llamar “Los Dragones” porque tomaban hasta que les “salía fuego por la boca”. Algunos murieron jóvenes, otros tardaron un poco más en extinguirse, disueltos por el alcohol, pero el destino tenía otro camino para él.
Ese otro camino se abrió esa noche del cumpleaños. Eran las 7:30 de la noche cuando David llegó a la reunión. Había mucha gente, incluso un amigo de borracheras, pero ninguna mano cargaba un vaso de licor. No había una sola gota.
Era un inocente engaño. Lo habían llevado a una reunión de Alcohólicos Anónimos. El nuevo “invitado” solo escuchó, miró y se fue sin decir más.
“Nunca iba a regresar, pero ese amigo que estaba en la reunión me buscó y me animó a ir nuevamente”, dijo. Ese amigo le salvó la vida.
En las múltiples sesiones, se dio cuenta de que el licor y el grupo de amigos llenaban un vacío en su corazón, un vacío que jamás habría notado de no ser por el grupo.
Nunca conoció a su padre y su madre era una mujer que, quizá, lo quería a su modo. “Mi madre me abrazó cuatro veces en la vida. Están contados sus abrazos”, dijo a Los Andes.
Entonces, ese acercamiento a otros seres humanos mediante el alcohol, quizá engañoso, quizá real pero frágil, era una forma artificial de encontrar una familia, un lugar donde estar, un lugar a dónde pertenecer, pero a la vez, un lugar donde irse apagando lentamente.
Alcohólicos Anónimos, ese nombre que reúne a un grupo de seres humanos que luchan por salir del fango con olor a alcohol, fue el lugar donde David pudo encontrar la ruta para el reencuentro con su esposa, sus hijas, sus vecinos y con su madre.
Tras algunos años, recuerda que le preguntaron si se había adherido a una religión, pues lo vieron cambiado, aseado y saludable. Desde esos tiempos hasta la actualidad, no toma una gota de licor. Tuvo una recaída tres años después de un engañoso cumpleaños, pero pudo reponerse.
No quiso revelar en qué trabaja; a él le basta llamarse David. Atesora el abrazo de su madre como uno de los mejores momentos de su vida y, seguramente, abraza con el mismo cariño a sus nietas. La vida vale más que un vaso.