Un viaje a la tierra del taita

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Por: Christian Reynoso

Parecía que Andahuaylas era un lugar lejano, especialmente si el viaje se emprendía desde Puno; pero una vez en la ruta, luego de pasar por Cusco y Abancay, el viaje parecía más bien inmediato, como si se tratara de un recorrido en vivo y en directo por muchas de las páginas de Los ríos profundos: en un abrir y cerrar de libro. 

Eran los últimos días de noviembre de 2001. Viajaba junto con el narrador puneño-abanquino Feliciano Padilla y el risueño poeta Jospani (José Paniagua). Acudíamos a una de las ediciones de los Encuentros de Literatura “Manuel A. Baquerizo”, porque en ese tiempo, los escritores viajaban a “encontrarse” a los eventos literarios. Aún no había la costumbre hoy extendida de las ferias de libro.

La noche previa, en Abancay, la habíamos pasado con interminables tragos de té y caña, convidados por el narrador Miguel Arribasplata en el patio de su casa. Entonces el taita aparecía de tanto en tanto para colarse en la conversación. Los ladridos lejanos y la noche estrellada bajo el calor ardiente de la caña que quemaba dulzonamente hoy afloran como un recuerdo nítido.

En Andahuaylas todo (re)giraba en torno al taita que no dejaba de aparecer en nuestro camino. La gente de corazón cálido daba la bienvenida a los foráneos. En las fotografías de entonces encuentro en ellas a varios amigos de aquellos lares como Federico La Torre, Luis Rivas y James Oscco.

Había, desde luego, curiosidad por conocer los escenarios y el pueblo donde había caminado el taita, y cómo ese cosmos había nutrido su obra. Era una curiosidad parecida a la que posteriormente he sentido por Jaime Saenz y La Paz o por La Habana y Hemingway, a los que he dedicado viajes y lectura de sus obras completas. Tal vez por eso mismo, en un intento por capturar esa presencia que caminaba con nosotros, con Padilla y Jospani no desaprovechamos la oportunidad para recorrer los rincones de Andahuaylas y las chicherías y cantinitas de bandera multicolor, donde nos aseguraban había estado el taita. Ingenuos, tal vez, si no lo encontrábamos lo hacíamos aparecer. La imaginación era una bala caliente. En las noches el bar Garabatos en la plaza principal se convirtió en el cuartel general para la tertulia de los “encontrados”.

De regreso a Abancay cumplimos una tarea pendiente: la visita al Pachachaca, el “puente sobre el mundo”, construido a mediados del siglo XVII a base de cal y canto sobre el río homónimo, pero erigido en mi imaginación a través de Los ríos profundos. Aquel que “tiene dos ojos altos”, como escribe el taita, y por donde doña Felipa huyó de los gendarmes.

Contemplamos el paisaje hasta cansarnos y sentir la sed del viento. Cruzamos y descruzamos el puente para luego dirigirnos, siguiendo el camino de la cruz, a una de las destilerías artesanales de la zona para beber cambray. El taita seguía con nosotros y nos hizo prometer volver. Así lo hice tres años después. Después de un Año Nuevo en Cusco, con el cabello rojo, con el amanecer del Pachachaca, y mi sol rojo.

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