Escribe: Héctor Tintaya Feria
Nuestra sociedad está extrapolada y parece que no tiene definición o al menos no sabemos qué hacer o cómo recuperar el camino hacia un desarrollo tranquilo. Desde hace unos años se define a las sociedades que viven confundidas o lejanas de la realidad por efecto de diversas circunstancias como sociedades distópicas. También a los grupos o generaciones recientes como distópicas porque viven pegadas a una realidad virtual y fallida que te ofrecen las redes sociales, el internet y los celulares. Por eso las acusamos de vivir de espaldas a lo que requerimos de ellos tras salir de crisis de toda índole.
Pero no son sólo ellos los que viven despercudidos de los acontecimientos actuales, también lo son las generaciones antiguas, las nuestras que no reaccionamos ante lo avasallador de los problemas sociales, políticos o las crisis que sí las sabemos identificar, pero no actuamos o hacemos algo al respecto.
Las sociedades distópicas se pueden expresar en muchos campos y áreas. Desde el desdén e indiferencia por la corrupción, hasta la justificación publica por lo mediocre. Por ejemplo, frente a los hechos de presunta corrupción y acomodo en el gobierno, sus operadores reaccionan con respuestas y acciones de distracción infantil sin ningún pudor. Lo hacen porque la sociedad distópica que las recibe no se va inmutar porque uno de los requisitos para definir estas realidades es que aceptemos que nuestro destino inevitable sea el caos y la destrucción social y moral.
Aunque los discursos para solucionar esto siempre apunten a recuperar la moralidad mediante la imposición de normas y leyes, a nadie en el fondo le interesa realmente. No porque vivan dormidos frente a su propia realidad, porque de hecho los peruanos sí se desarrollan individualmente y así lo muestran las cifras macroeconómicas, sino porque como sociedad estamos extrapolados, desaforados, apocalípticos, ósea en buena cuenta distópicos.
Este es un fenómeno mundial, es cierto, pero en lugares donde se ha logrado formar una institucionalidad y las sociedades han madurado en su bien común, la afectación es menor, pero donde hay una fragilidad moral, social y política lo distópico parece ser el futuro inevitable y con ello nuestro fracaso como país. Esto que parece tan filosófico no lo es tanto cuando se traduce en los hechos cotidianos, desde el arrebato de una cartera y la indiferencia del ciudadano, hasta cuando asaltan tu país y asumes que eso es natural y muy peruano.