El país de los Urus

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Poco a poco, gateando por los roquedales fui a dar cerca del monumento de Manco Cápac. Pronto, la brisa me estrelló sobre la cara un resuello apenas perceptible. ¿Es un ser humano?, me dije fastidiado. No podía equivocarme. En este trance mis sentidos se sensibilizan más allá de lo normal. Entonces, resueltamente, fui al encuentro de aquello que conspiraba contra mi soledad de modo tan  inoportuno­. Allí encontré a un infeliz que despertaba lenta­mente. Estaba, al parecer, ebrio como yo. No me fue difícil dis­tinguir un hara­piento y viejo indio de rasgos duros.

Regresaba yo de una reunión con amigos que suelen discu­tir con sumo placer sobre arte y literatura entre copas de chilca­no y cigarrillos. Aquella noche, como nunca, no me satisfizo las conversa­ciones de aquellos intelectuales, ni la mía, allá en el «Samana». Sentí por eso un irresistible deseo de visitar mi querido cerrito de Huaqsapata, sin ninguna compañía como era mi costumbre. Quería que al contacto con este símbolo de músicos y poetas se inundara mi alma de soledad y paz, que los tragos ni la plática de mis amigos me proporcionaran aquella noche.

En Huaqsapata absorbía la última bocanada de mi cigarri­llo sentado sobre las rocas. Así preparaba mi espíritu para exta­siarme de ausencia. Serían como las dos de la mañana. El frío del crudo invierno de la Altipampa me calaba los huesos a pesar de los tragos que bebía. Arrastrándome, por la dificultad del camino, avancé hasta dar con el monumento. Allí fue que me encontré con aquel indio de chullo escarlata. Lucía un poncho sin color y sin tiempo. Al verme me dirigió la palabra sin ningún prejuicio, en su vieja lengua.

–¡Hola! ¿Eres policía? No importa. No soy ladrón. Nunca lo fui. ¡Por mis dioses que no lo soy! Nunca pude encontrar traba­jo. Y, por eso es que me convertí en mendigo. ¿Es eso un pecado? –me interrogó con voz cansina y agradable.

–De ninguna manera –le contesté sin dejar de mirar sus andra­jos, su tez broncínea y sus recios pómulos que brillaban a la luz de la luna.

–¿Qué motivos te traen hasta este cerro sagrado? –me siguió interpelando y añadió–. Tus ojos lánguidos me dicen que estás triste. Por eso has bebido ¿verdad? ¿Tienes un trago para mí?  ¿Tal vez te sobre un cigarrillo, amo mío?

–Bebe un poco de esta botella –le respondí sorprendido de su lenguaje tan fluido y de su seguridad, que concordaban tan precisamente  con su semblante de filósofo aimara.

–Yo me llamo, qué te digo, Lupaka, el último descendiente de los Urus. De aquellos que fueron los primeros habitantes de la Tierra y que en un proceso prolongado forjaron la nación más poderosa e inteligente de nuestra historia. Debían dirigir el destino de la humanidad hacia la justicia absoluta. ¡Ah!, pero,   todo acabó para aquella raza de superhombres –hizo una pausa y siguió hablando–. ¡Nada importa ya! ¿Tienes un trago más, amo mío? ¿Y tú cómo te llamas?

–Jayka –se lo hice conocer y agregué–. Toma los tragos que quieras gran Lupaka, pero sigue relatándome, te lo ruego.

–No tomaré muchos sorbos. Beberé lo suficiente para calmar este fuerte dolor que me aprisiona los pulmones. ¡Ay, me duele el pecho y los pulmones! No sé cuándo reventaré. Salud, amo mío.

Después de tanto buscar por el mundo por fin me había tropezado, sin quererlo esta vez, con la sinceridad en persona, y buscando en Lupaka el lugar de donde emanaba aquel senti­miento, descubrí en sus ojos que la luna me miraba.

Todos hablan de los Urus, pero ninguno dice la verdad. Estos fueron filósofos visionarios, grandes artistas, trabajadores incansables y guerreros indómitos. ¡Oh las virtudes de mi sangre negra! Mi abuelo fue descendiente de los Urus. Él me lo contó todo, hasta lo más reservado. Lo hizo para que yo lo escribiera; para que por mí supiera la posteridad de nuestra existencia. ¡Pobre de mí!  A pesar de que estudié vuestro alfabeto me volví borracho de desesperación, y después, un pobre mendigo. Todo empezó con la historia de Ákora y Pomata, dos hermanos de sangre, hijos del gran jefe Lupaka Marka. Pomata era tan bella como la vicuña, de mirada dulce y figura frágil. Por eso, los sacerdotes y Lupaka Marka la habían destinado para ser sacrificada en honor del Dios Inti; pero, había nacido para provocar la ira destructora del creador. Ákora era también bello y valiente, y orgulloso. Fue cegado por su vanidad y desafió las leyes de Dios: Un día de prima­vera, cuando la sangre afiebrada le embotó los sentidos, engañó a Pomata y la hizo su mujer. ¡Para qué Dios mío!, masculló tirándose de la cabellera y casi extenuado por el esfuerzo que hacía para torpedear su intimidad. Calma, Lupaka, lo consolé y le limpié algunas lágrimas que rodaban por su rostro de pergamino. Luego me abrazó fraternalmente y apuró algunos tragos más de mi botella. Siguió jadeando con esfuerzo, bebió más tragos y me señaló: En este cerro se levantó el gran palacio de Lupaka Marka. Tenía canaletas y compartimientos dorados. Los súbditos subían a él a través de un terraplén ornado de peldaños de plata. Nuestro Sol que todo lo puede castigó a los Urus por lo de Ákora y Pomata destruyén­dolo todo. Construyó luego una bóveda de plata en el fondo del Titikaka y allí encerró para siempre y sin derecho a morir ni a reproducirse a todos los Urus.

Ákora, lo dije ya, era audaz. Logró escapar mucho antes junto con su hermana Pomata y, se dirigieron hacia el Sur. Sin embargo fueron descubiertos y pagaron con sus vidas su delito. De sus primeros encuentros tuvieron aquellos un hijo que fue criado en otras tribus. Mis tatarabuelos están ligados a aquel príncipe. ¡Ah, amo mío!, me ahoga este dolor, dijo, roncando y tosiendo hasta desfalle­cer. Luego me pidió otro sorbo más. Yo le contesté: Bébelo gran Lupaka, último descendiente de los Urus. En ese ins­tante advertí que la noche había tocado a su fin y la aurora empe­zaba a brillar. ¡Gracias, gracias amigo!, esa raza volverá; quién sabe; acaso el Sol vea por conveniente que esa raza retorne para salvar al mundo, me lo recalcó.

Luego cayó de sueño aquel filósofo indio. Serían como las cinco de la mañana. El mar dormitaba aun  bajo su manto de plata. Yo me quité el abrigo y cubrí con él su cuerpo enroscado bajo las rocas, con tanta ternura que me fue imposible evitar unas lágrimas de profunda emoción.  Antes de despedirme me las sequé volteán­dome a un lado para que Lupaka no me viera llorar si acaso desperta­se. Pero, al volverme hacia él para mirar su rostro por última vez no lo encontré. No lo encontré y estaba solamente mi viejo abrigo, exactamente ahí donde conversé con este gran sabio. Miré en todas direcciones y grité vanamente su nombre repetidas veces. Fue inútil. No lo pude encon­trar, y tal vez, como supongo, no lo volveré a ver jamás.

Camino de mi casa, frente al monumento de Bolognesi, no me pude contener y grité otra vez con todas mis fuerzas: ¡Lupaka! ¡Gran Lupaka!  Quizá retorne a la Tierra tu raza de superhombres. La gente mañanera que empezaba a transitar por la Plaza de Armas me rodeó disimuladamente. Y mientras yo seguía exclamando: ¡Lupa­ka, último descendiente de los Urus!, ¡tu raza de superhombres volverá para salvar el mundo!, todos me miraban y gritaban: ¡Loco, loco! ¡Loco desgracia­do!

Un minuto después tres policías me introdujeron en vilo a un automóvil que me aturdió mucho más con la estridencia de su bocina y su recorrido zigzagueante hacia lo desconocido.

(*) Primer cuento publicado de Feliciano Padilla, en Los Andes, 1982.

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