Las Mozas de San Antón

Fecha:

Emilio Romero

El mundo para ella la antañona alcoba amoblada con trastos coloniales, petacones de cuero de Tucumán, mesa con patas de cabra toscamente talladas en pino y baúles y más baúles sobre los que brillaban los clavos de cabeza de león. Después se  dilato ese mundo cuando tuvo quince años y la llevaron a la iglesia los domingos. El mundo era San Antón, una aldea silenciosa con cuatro casuchas ruinosas cobijadas a la sombra de la vetusta iglesia de puertas carcomidas por el tiempo. En la plaza el césped lo invadía todo y parecía empujar la puerta del templo para invadirlo y cubrir todo hasta las cabezas de los santos hieráticos. Ya había tapizado el musgo las aceñas de piedra  labrada y las ruinas de antiguos porches de adobe.    

La aldea de San Antón parecía escuchar con profunda melancolía el estruendo del rio, donde terminaba el mundo para ella…

Cualquiera. Todas. Esta era Manuelita.

Un vecino decía comentando en la chingana del pueblo:

-Tenga Ud. Hijas para enterrarías vivas en la casa.

El otro que había corrido por un mundo más grande en las montoneras de algún revolucionario, escupió con desdén:

-Desgraciados … sepultan vivas a las hijas porque tienen miedo a perder la plata…


Las indirectas eran a Don Froilán Céspedes , el señor de San Antón. En sus vastos dominios innumerables rebaños de alpacas y carneros discurrían como densos nubarrones sobre las pampas. Las pirhuas  estaban repletas y los almacenes atiborrados. Cien mil indios obscuros y tristes paseaban sus andrajos sobre los campos. Don Froilán tenía un centímetro de frente, los cabellos erizados y punzantes parecían invadirle la cara. Pequeño, grueso y ennegrecido por el  crudo frío de las cordilleras andinas…

Manuela en el fondo de la antañona casa crecería como una flor campestre, sin aroma y con el color de la tierra…… Envuelta en su mantón bordeado de flecos, recogida su cabellera espesa en una trenza sobre la nuca, entonaba sus grandes ojos negros y pasaba los días oyendo las palpitaciones de su corazón.

Cuentan que una vez llegó Lohengrin a esta aldea triste, en la clásica barca de nacar  y llamé a las puertas de la casona. Dos amorcillos, rubicundos y alados llamaron mientras la brisa susurraba canciones de amor. Don Froilán salió a la puerta y respondió:

– So miserable… Usted viene por mi plata y nó por mi hija!

Y dando un portazo sumergió a Manuelita en su mundo de antaño, la alcoba antigua de los petacones de Tucumán.

En San Antón había solamente un buen mozo, Martín Sánchez, hijo de un humilde poblano poseedor de cortas parcelas de tierra dura y un pejugalito misérrimo.   Martín Sánchez, hoseo, broncíneo y rotundo, había hecho chispear la mirada sobre los bordes de la bufanda que le cubría la cara hasta los ojos y había sentido la dulce espina. Burló la vigilancia de don Froilán, escaló las paredes de la casa y llegó a la ventana de Manuelita. Permanecían largas horas cogidos de las manos escuchando en el silencio de las noches el vuelo de los cernícalos agoreros o los aullidos lejenos que desgarraban la noche.

Era un secreto. Era el secreto más terrible. Sin embargo una noche el indio Casicho, el buen pongo, los sorprendió. Casicho los miró con sus ojos de vidrio muerto y saludó lleno de temor:

-Amaristay! (Ave María Purísima tatay-): y huyó acobardado…

Desdichado el indio Casicho que sabía el secreto. El secreto terrible! Por eso Martín realizaba escasas veces la proeza de llegar a la ventana de la secreta novia. Mitigaba las más veces su pena bebiendo aguardiente; y luego, tomando su requinto, ibase a puntear en las cuerdas endechas dolorosas. Y cantaba con la melancolía de los huaynos la misérrima poesía de la aldea, la despedida que la guitarra lloraba con la honda tristeza del amor de las cumbres. Su voz ronca se elevaba desde la quietud aldeana como un adiós, cuyo eco doloroso apenas apagaba el estruendo del río.

    Ya te he dicho que te quiero

    ay!  mi palomita…

    y me obligo al padecer.

    Me voy, me voy.

    Quizá ya no me has de ver…

    Amor con amor se paga,

    ay! mi palomita…

    y debes corresponderme.

    Me voy, me voy.

    Quizá ya no me has de ver…

    Los caminos me han cerrado,

    ay! mi palomita…

    por separarme de ti.

    Me voy, me voy.

    Quizá ya no me has de ver…

Manuelita entre tanto, sumergida en la densa obscuridad de su cuartucho, lloraba. Pero lloraba instintivamente por la mísera de su vida y por la vida de todas las mujeres de San Antón, soterradas en el poblacho, sin un amor, sin una promesa de felicidad. Aherrojadas en el fondo de la casona, mientras los padres recorren las sierras, acarrean ganados e inician pleitos. La serenata del broncíneo mozo de mirada equívoca y estentórea voz hacia palpitar la vida de las mozas de San Antón que dejaban tronchar dichosa y humildemente su  jardín…

Jamás se atrevió Martín a entrar en casa de don Froilán. Aún cuando transitaba por la plaza frente a la mansión del gamonal, no alzaba la mirada. Oculto bajo el amplio sombrero de lana, caminaba hosco y callado y apenas entreabría los labios cuando entraba a chiscó a beber aguardiente. Nadie sabía cómo se tejían los amores de los mozos. Por eso la sorpresa fué intensa y conmovedora cuando se difundió un día la noticia de la fuga de la hija de don Froilán. Martín había escalado el muro y llegado a la ventana de Manuela. Permanecieron como otras noches cogidos de las manos y oyendo los aullidos de la noche. De pronto se arrancó el lazo que sujetaba la trenza y sus cabellos aromados acariciaron los brazos de Martín. Sintió deseo de besarla e impulsivamente la abrazó. Ella sentía ahogarse entre los musculosos brazos de Martín.

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