Sin libertad para odiar

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Según la Primera Encuesta Virtual para Personas LGTBI realizada entre mayo y agosto del 2017 por el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) en una población de 12 mil 26 personas se asegura que en el Perú, el 62.7% de esta población asegura haber sufrido algún tipo de violencia y discriminación y en más del 60% de los casos habría ocurrido en instituciones del Estado, espacios públicos o en el ámbito educativo.

Gustavo Ruiz

La base importante de toda sociedad libre es la libertad de expresión. Esto porque nos permite decir sin cortapisas aquello que pensamos. Pero, cuidado, no nos quedemos en lo “romántico” de esa frase. En una democracia decir lo que se piensa puede, por ejemplo, en términos prácticos, ser importante para mejorar la convivencia entre sus miembros, compartiendo nuestros pareceres en las decisiones de gobierno de nuestra “polis”.

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando esta libertad de expresión es usada para diseminar opiniones de rechazo o invisibilizar a personas, grupos étnicos, minorías sexuales o acallar voces disonantes con los discursos oficiales?

Como lo estamos sosteniendo desde hace algún tiempo, en nuestro país han aparecido voces que se manifiestan, por ejemplo, a través de colectivos como “Con mis hijos no te metas”, apelando a la libertad de expresión para promover ideas, estereotipos, falacias y rumores que atentan contra un determinado sector de la ciudadanía como son, las personas LGTBI.

Uno de los recursos que usan estos colectivos es oponerse a la implementación de políticas públicas como la de “transversalización del enfoque de género” porque tendría el fin de inculcar modos de vida que van en contra de los valores de la sociedad, de sus buenas costumbres y la dignidad de la personas las cuales han sido dadas por un “ser supremo”. En concreto, afirman que el Estado peruano está confabulado con las ONG, azuzado por los “cristianofóbicos” o el lobby gay a través de la ONU para promover la homosexualización en nuestra sociedad “de valores cristianos”.

Este argumento disfraza una actitud homofóbica, que apela a la supuesta defensa de las buenas costumbres cristianas, como si los homosexuales fuesen sinónimo de perversión o representantes de algún tipo de antivalor social. En buena cuenta, la intención es “no queremos personas que se declaren homosexuales en nuestra sociedad”. Y esto implica negarles derechos porque, según dicen, la Constitución no lo permite. Nada más ruin o perverso que promover estas razones.

El discurso es básico, reduce la reivindicación de derechos a una lógica binaria de lucha del bien contra el mal, “nosotros con valores, versus los descarriados” o “en democracia las mayorías mandan”. No olvidemos que  nuestro país es de “mayoría creyente”. Con lo cual las minorías casi siempre son percibidas como “anormales”, “rebeldes” o “disidentes”. Es obvio que a nadie le gusta que lo reconozcan como parte del mal. Por lo cual, una vez creada esa figura malvada se invoca, sutilmente (¡o no!) a combatirla.  Más si es una invocación de defensa de los valores religiosos.

Cuando la Constitución señala que todas las personas tienen derecho a la dignidad no se hace distinción alguna. Todas cuentan. El discurso descrito no solo apela a un desconocimiento figurado, un no-reconocimiento, una muerte simbólica de aquellos a quienes aborrece sino que también incitaría a producir violencia y muertes físicas.

Por ejemplo, según la Primera Encuesta Virtual para Personas LGTBI realizada entre mayo y agosto del 2017 por el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) (https://bit.ly/2HjCZXh) en una población de 12 026 personas se asegura que en el Perú, el 62.7% de esta población asegura haber sufrido algún tipo de violencia y discriminación y en más del 60% de los casos habría ocurrido en instituciones del Estado, espacios públicos o en el ámbito educativo.

Si revisamos los tipos de agresión registradas en este documento encontramos discursos o situaciones tales como “le gritaron, amenazaron y/o hostigaron”, “le obligaron a cambiar la apariencia”, “víctima de violencia sexual”, “expulsaron/negaron la entrada a un espacio público”, “impidieron donar sangre”, “ridiculizaron”, “le obligaron a someterse a pruebas de ITS/VIH”, “negaron/dificultaron a registrar su identidad” podemos afirmar lo dicho líneas arriba: a las personas LGTBI siempre se les niega su existencia, se les atribuye lo negativo y, por ende, se les atropella sus derechos. Entonces, ¿podemos hablar de discursos de odio?

La filósofa Adela Cortina en su libro “Aporofobia” afirma que “los discursos de odio tienen en común por estar dirigido a un individuo por pertenecer a un colectivo [LGTBI], estigmatizan a ese colectivo convirtiéndole en punto de mira del odio, le denigran con relatos o espurias teorías científicas [lobby gay coludido con la ONU] que presuntamente demuestran su carácter despreciable, sacan a la luz que en realidad existe una desigualdad estructural entre el grupo de quienes pronuncian el discurso y el colectivo estigmatizado (nosotros/ellos) y por último cuando se trata de un discurso y no de un mero insulto, no aporta  argumentos, sino coartadas para justificar e desprecio o la incitación a la violencia” [conspiración internacional que quiere destruir los verdaderos valores culturales](p. 47).

Libertad de expresión sí, pero sin que ofenda o denigre a las personas. Y como vemos en estos tiempos extraños, si de defensa de valores se trata, es necesario contrarrestar esos discursos de odio usando los propios valores de la democracia, utilizando sus marcos legales y éticos. Y no olvidar que la historia nos enseña que la mudez o la indiferencia antes estos discursos se generan mucho sufrimiento en las personas. No lo aceptemos.

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