Ni en el amor, ni en la guerra


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Escribe: Edgardo Rodríguez Gómez* | Nacional - 09 Mar 2014


No. No todo está permitido. A pesar de la antigua creencia tan arraigada en algunas culturas que dan por sentada la existencia de ciertos ámbitos del actuar humano en los que todo vale, bien sea -en lo que trata este artículo- por el extravío a que da lugar la apasionada vivencia íntima o por la necesidad resultante de asegurar a cualquier precio la supervivencia colectiva amenazada, el amor y la guerra no pueden escapar a las exigencias de lo razonable, y fundado en ello, al escrutinio que impone el Derecho a sus destinatarios en las sociedades actuales.

Los intentos de justificar la impunidad del proceder agresivo de amantes y guerreros en ambos ámbitos del acontecer humano han recuperado ingeniosas fórmulas verbales a través de las cuales se ha procurado, interesadamente, hallar vías de escape favorecedoras de la violencia irrestricta.

Tratándose de la guerra, hace más de dos mil años el estoico Cicerón proclamaba en son de queja en las “Filípicas”: “Inter armas silent leges”, las leyes enmudecen cuando la conflagración estalla. La constatación fáctica que contiene esta sentencia, y que no ha dejado de reactualizarse hasta nuestros días, pone en evidencia lo fácil que resulta prescindir de límites para quienes detentan el poder durante enfrentamientos guiados por el afán de destrucción, que al no respetar a nadie ni nada se cobran vidas humanas y bienes convertidos en botín. La fórmula no es, sin embargo, una permisión de conductas que la ética y el Derecho hayan autorizado siempre a lo largo de la historia ni en la actualidad.

Una lógica semejante puede detectarse, al mismo tiempo, en cuanto al amor si se atiende al dicho: “El Estado no debe meterse en la cama”; lo cual conlleva que tampoco el Derecho debía involucrarse en aquel espacio propicio para el encuentro exclusivo e íntimo de seres humanos llevados por el sentimiento, la química hormonal o lo que fuera que haga posible la acordada relación erótica y placentera que, no obstante, también se ha convertido en el altar destinado al sufrimiento y el sacrificio del consentimiento sexual al que, por poner un ejemplo, ha conducido la vigencia de una interesada e inhumana obligación jurídica que nacía al momento de la firma de un contrato matrimonial y recibía el nombre de “débito sexual”; un privilegio de exigibilidad del más fuerte y una vía de hecho exenta de sanción para el violador dentro de la relación matrimonial. Sólo hace un par de décadas, a través de reformas en la normativa criminal, desatendiéndose la sugerencia de esta fórmula anotada, ha comenzado a perseguirse a los abusadores, aunque sigue siendo muy difícil demostrar el delito en los tribunales de justicia penal.

Los violentos rasgos compartidos del amor y de la guerra en las culturas occidentales pueden hallarse en una larga tradición de ideas que se sumergen en la narrativa mitológica, la cual en buena medida los explica y en cierto sentido justifica como elementos de un imaginario de virilidad que no ha logrado ser desterrado de las mentalidades que se manifiestan en el trato entre hombres y mujeres.

En tal sentido, la mitología griega y romana presentaba a Eros/Cupido, un simpático diosecillo que es el fruto de la relación adulterina entre Afrodita/Venus, la diosa del amor, y Ares/Marte, el dios de la guerra. En lo que hay que detenerse respecto de la violencia es en las imágenes de Eros/Cupido, representado siempre como un tierno infante desnudo y alado quien, pese a su candor, no deja de estar armado.

F. G. Junger (2006) ilustra sobre la violencia en la guerra griega analizando “La Ilíada”. En ella, junto a Ares, Homero también da detalles de diosas guerreras hermanas del primero: Enio, la diosa de las batallas, “absolutamente asesina”, y Eris, iniciadora de la guerra entre los dioses que además comparte las señas distintivas de su hermano al mostrarse “ávida, insaciable, cruel”. Hesíodo, por su parte, presentará a la Eris buena del “agon” que preside y, por ende, tercia en los juegos y las batallas, en definitiva, sobre “cualquier capacidad abocada a la competición”. Sin embargo, para alumbrar la esperanza de la condena de lo inaudito, en el gran poema épico triunfará sobre Ares, “en esencia un devorador”, otra diosa de la guerra que es, a su vez, de la sabiduría: Atenea, nacida de la cabeza de Zeus.

Ciertamente, los griegos supieron distinguir entre “agon” y “polemos”. El primero es el conflicto que respeta al adversario pudiendo someterse a un tercero capaz de decidir lo que está en disputa. El segundo es la guerra que opone al enemigo, prescinde del tercero y sólo concluye tras la aplastante derrota.

En la guerra de Troya será Zeus, la divinidad, el tercero que dirima los choques entre hombres y entre dioses; mientras las guerras del Peloponeso, que constituyen el inicio del final de lo mejor que pudo dar al mundo la cultura griega, están marcadas por el “polemos”, el afán hegemónico de dominación y la quiebra de los límites del actuar guerrero entre griegos: destrucción de templos, ciudades con sus habitantes y cosechas.

En lo que se refiere a la “lucha” amorosa en la Antigüedad, ésta sólo se entiende bajo las premisas del “agon”: “Es una lucha entre hombres y mujeres, una lucha del amor y el odio, del afecto competidor y los celos”, como apuntaba F. G. Junger. En estricto, para este autor, “donde no hay nomos que vincule, tampoco puede existir el agon”.

Sin embargo, el “nomos” de esta lucha que se instala en lo comunitario también ha consagrado prioritariamente la fuerza y la virilidad marcial del deseo de conquista, esta vez del cuerpo, dando como resultado la impunidad de la agresión. Así, ya en Roma, el ritual del matrimonio, más allá del consentimiento de la persona amada, debía perfeccionarse con las señales del rapto (un eufemismo para evitar mencionar la violencia sexual en juego). En “El alma romana”, P. Grimal (1991) ha recreado imaginariamente un diálogo entre el preceptor Frontón y su discípulo, el joven futuro emperador Marco Aurelio, acerca del célebre rapto de las Sabinas llevado a cabo por los fundadores de la ciudad, escasos de mujeres y ansiosos por poblarla. Reflexionaba el maestro:

“Tal vez sea una leyenda […] pero está llena de contenido. Significa que, en nuestro país, el matrimonio no está basado en la violencia, sino que resulta de un contrato, aceptado libremente. Entonces, podrás decirme ¿Por qué la novia, el día de la boda, es raptada por su novio y penetra, llevada por él, en la casa que será su hogar? ¿Por qué ese simulacro de violencia?... La escasamente convincente respuesta final que se da a sí mismo Frontón será: “Hoy en día, el rapto sigue siendo un símbolo para nosotros, un acto de amor, una promesa de felicidad”.

Para indagar lo que luego ha sucedido hasta la actualidad, puede hallarse inspiración en una sintética referencia que hacía el historiador F. Furet (1997) en “El pasado de una ilusión” cuando afirma que el modo de hacer la guerra desde Julio César hasta Napoleón se había conservado durante todos esos siglos que transcurren desde un personaje al otro. Ahora bien, importa recordar que bajo la férrea mirada del segundo se elaboró la obra jurídica de mayor influencia en los ordenamientos de los estados que se acogieron a la tradición del derecho romano: el Código Civil de 1804, adaptado a numerosas versiones nacionales sin dejar de conservar una estructura que dos siglos después constituye todavía la espina dorsal de los estudios en las facultades de Derecho de América Latina y Europa continental. Por lo tanto, buscando absolver un razonamiento por analogía surge esta inquietud: si la forma de guerrear romana pudo llegar esencialmente intacta hasta la Francia revolucionaria… ¿pudo prolongar también en el Derecho el Código Napoleón aquellos antecedentes romanos tan condescendientes con el rapto? ¿Se apartó de dicha tradición violenta el sistema jurídico anglosajón poco adepto a la codificación?

La respuesta a la primera interrogante es afirmativa. El Derecho Civil de tradición latina ha inscrito en el contrato la obligación sexual entre marido y mujer, sin llegar a prestar atención, debido a la generalidad de sus normas, al desequilibrio de poder que conlleva la mayoritaria subordinación de las mujeres casadas a los deseos de sus cónyuges. La negativa a satisfacer tales deseos por parte de la mujer ha dado, en innumerables ocasiones, pie a la comisión de la violación que hasta hace pocos años en los ordenamientos jurídicos no estaba prevista como delito ni se determinaba una sanción.

La respuesta negativa a la segunda pregunta se basa en la verificación de que el mismo fenómeno de prolongación del rapto no ha sido ajeno a las experiencias jurídicas de los estados regidos por la tradición del “common law”. En dicho sistema, ya en el siglo XVIII, incluso antes de la vigencia del Código Napoleón, sendas sentencias establecieron que “el cónyuge no puede ser declarado culpable de violación cometida por él contra su legítima esposa”, justificando la impunidad en el mutuo consentimiento matrimonial y el contrato que obliga en materia sexual a la cónyuge ante su esposo, “no pudiendo [ella] retractarse” (Painter, 1991).

Hay en toda esta evolución normativa, sin embargo, algo más de fondo que conecta en lo violento al amor y a la guerra. Puede rastreársele en la persistente vigencia del arquetipo marcial (de Ares/Marte) que habita durante milenios en las mentalidades de hombres y mujeres y, que a diferencia de las sinuosas e ineficaces reformas legislativas, se halla constante y profundamente incluido en cada acto cotidiano, de modo tal que duele imaginar que tendrán que pasar esmeradas generaciones enteras para desterrarlo y así dar paso a relaciones de parejas fundadas en el acuerdo entre iguales que prescindan de la seducción del poderío de la fuerza.

El arquetipo marcial está banalizado y es invisible, sus síntomas pasan desapercibidos en opiniones de estrellas del espectáculo (Shakira) o del deporte (Gerard Piqué), su nicho es la literatura romántica y está enraizado en el folclor. En 2010, la popular escritora estadounidense Maya Banks publicó una trilogía de historias amorosas que en castellano se denominó “En el amor y en la guerra”. En la saga, galanes griegos, hermanos millonarios, son adulados de esta forma: “duro, fibroso, musculoso […] se movía con la gracia irresistible de un depredador”, o “Ese hombre era guapo. Había muchos hombres guapos en el mundo, y ella había conocido a unos cuantos. Ese, en concreto, era… potente. Un depredador disfrazado de cordero”. Casi no cabe duda por las expresiones utilizadas que a la imagen a la que se remiten como su original es la de Ares/Marte, a quien, como se mencionó previamente, F. G. Junger consideraba “en esencia un devorador”.

Los depredadores también se escurren en fiestas tradicionales para ser admirados antes que detestados. En Puno, en el altiplano del sur peruano, las pasiones que despierta el k’ajelo, un bandolero ebrio que rapta a jóvenes solitarias a punta de látigo, esconde tras la estética del arte el sadismo sin castigo. El espectáculo incita a los vítores y anula las críticas. No hay oportunidad para la empatía con la víctima y para colmo se califica a la danza de amorosa.

La ética de los derechos y el Derecho que la recoge ha puesto la mira en actos de violencia camuflada y ha permeado saludablemente en divisiones conceptuales clásicas que constituían dogmáticamente el parámetro normativo desde la hegemonía romana. Ese es el caso de la clásica distinción entre público y privado que ha perdido su carácter absoluto para hacer posible una intervención -sabiéndose las dificultades de prueba- cuando ocurre la perpetración de la violación en el seno de la pareja, no sólo en el matrimonio. Esa misma ética y el Derecho han descartado la licitud de la guerra. Las guerras de agresión y conquista están prohibidas por el Derecho internacional.

A estos reducidos logros que deberían dar lugar a la esperanza, la realidad contrapone una tarea más complicada que apenas comienza a ser afrontada: cambiar las ideas perniciosas que justifican el ejercicio de cualquier violencia irrestricta como el medio principal para asegurar la sumisión de débiles a poderosos (entre estados e integrantes de parejas). En esas ideas está instalado el culto marcial. Desmontarlo cotidianamente será contribuir a garantizar, en alguna medida, el largo camino que conduce a la igualdad.

* Investigador del CES de la Universidad de Coimbra y del GIDYJ de la Universidad Carlos III de Madrid.

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